Con tristeza, porque el gran cañón del Colorado nos ha calado tan profundo
como sus acantilados rocosos, y por tener que abandonar nuestra confortable y
coqueta cabaña del Angel Bright Lodge, un cálido refugio tras las excursiones por la zona, hoy emprendemos el camino de vuelta a
Las Vegas.
En este camino de vuelta ya conocemos la carretera, y sabemos que es buena,
además el tiempo ha ido mejorando, durante estos días no ha nevado, así que no
hay duda que haremos el desvío que en el viaje de ida no hicimos. Comenzamos parando
en el pueblo de Williams, que tanto nos había llamado la atención y donde nos
quedamos con ganas de darnos un paseo. La entrada es puro oeste americano.
La pequeña ciudad,
que debe su nombre al trampero Old Bill Williams, es una de las que forman
parte de la mítica Route 66, como así hacen notar con un anagrama gigante de la
ruta ante el que por supuesto nos hacemos las fotos de rigor, cosa que hacemos con tranquilidad sin agobios, no hay exceso de turistas haciendo cola, y podemos hacer las payasadas que queramos.
Originalmente la ruta
discurría desde Chicago hasta Los Ángeles, pasando por Missouri, Kansas,
Oklahoma, Texas, Nuevo México, Arizona y California, con un total de 3.939 km.
Fue oficialmente retirada de la red de carreteras de Estados Unidos en 1985,
pasando desde entonces a convertirse en Historic Route 66, que nos atrapa a
muchos curiosos y sobre todo cinéfilos, así como la referencia literaria de
John Steinbeck en Las uvas de la ira (también película por cierto).
Desde Williams parte
el tren Grand Canyon Railway que lleva hasta Grand Canyon Village, y cuyo viaje debe
ser una simpática experiencia, pero está concebido como un viaje de ida y vuelta
en el día (aunque posiblemente si en lugar de maletas se lleva una mochila creo que podría ser factible quedarse unos cuantos días para disfrutar
del gran cañón).
Junto a la señal tamaño XXL de la ruta 66 hay una pequeña colección de vagones de tren, de mercancías, y algunos logos de compañías ferroviarias.
Nuestros ojos se fijan, aparte por supuesto del fantástico cartel de la ruta,
en los maravillosos rótulos de los diner norteamericanos estilo años 50-60.
No podemos resistir
la tentación de entrar a uno de ellos, donde hay un anuncio a la entrada que no
es nada tranquilizador, pero esto es USA en estilo puro y duro (y más duro que se puede poner con los tiempos que corren en la actualidad).
Pedimos permiso para
realizar fotografías, que es concedido sin problemas, pero de todas formas
también pedimos un café para llevar, ya que hay que ser agradecidos con la gente
amable. En el exterior nos recibe la imagen en madera de un indio con penacho y todo, y en el interior, la figura acartonada de Elvis Presley.
Lo que te transporta
a la década de los 50 es la decoración: en la barra, en los asientos, y en la
figura, ya no de cartón, de Betty Boop.
No faltan las placas
de la ruta con los estados por los que pasa, así como una bonita colección de
coches antiguos (si regándolos crecieran, sería una maravilla).
Otro de los
establecimientos que nos llama la atención es una soda fountain, con el mismo estilo de diner, otro
establecimiento típico, aunque en esta ocasión no entramos para conocerle.
Comenzamos a caminar por Williams, sin un rumbo fijo, pretendemos entrar a alguna de sus calles, ya que estamos en la que corre junto a la carretera. Como antiguo pueblo
de Old West tiene una parte decorada, que más parece propia de una película de
serie B de vaqueros, pero que tiene su punto de gracia (no puedo decir que es bonita, es sencillamente simpática y bastante lograda en su conjunto).
Junto a la pequeña oficina del sheriff, donde se encontraba la cárcel; la más grande casa de citas, o club social como se les solía llamar. Con esta diferencia de tamaño ya se ve que era lo más importante. No falta el depósito
de agua, depósitos que en NY buscamos continuamente con nuestra mirada y con la cámara, con el
deseo de que nunca desaparezcan, aunque ya no tengan su uso.
El saloon, donde
beber, jugar y retarse. No falta una carreta de ambientación.
Uno de los edificios
aloja el restaurante, cuyo uso es real, con mesas en el patio que ahora no se
utilizan porque hace un considerable frío, a pesar de disponer de setas
estufas. Antes de entrar aquí si hay que dejar las armas en un arcón.
Otra carreta, pero al
estilo chino, población que ayudó a construir el ferrocarril.
Uno de los detalles
que nos pareció más divertido fue la oficina de detectives Pikerton -en bastantes películas hemos oído ese nombre, sobre todo cuando en ellas hay el robo de un banco-, y no son
un invento de película, fue una compañía real fundada en 1850.
Hay algunos carteles más o menos simpáticos, y un escupitajo que no vaya a la escupidera metálica puede salir caro (el precio no tengo claro si se refiere a la cantidad o al tamaño).
La línea de
diligencias presenta un logo muy coqueto y femenino, no parece para los hombres rudos del oeste.
El importante
servicio de correos Pony Express requiere personal joven para trabajar; no les falta ni un detalle en este decorado.
Salimos del decorado
del oeste y en la ciudad lo que hay más hay son referencias a la ruta, de todas las maneras posibles. Para anunciar un garaje hay un coche en venta de estilo vintage.
Los trenes que
llevan hasta Grand Canyon Village, siendo curioso el de color verde, con el nombre de
Polar Express, y es que el cine siempre se nos aparece, ahora con Tom Hanks de protagonista y en versión animada.
Vamos entrando en
cada tienda que nos encontramos -como insectos atrapados en las telas de arañas-, y aparte de ser una oda a la ruta 66, es una
locura comercial, donde puedes salir tras haber encargado una maravillosa
nevera antigua de Coca-Cola, o después de haber jugado en una ruleta por el
valor del importe de las compras (Las Vegas y su sombra amenazante del juego
están cerca).
De la estación de trenes
nos conformamos con verla desde lejos, aunque hubiera resultado interesante
su visita (no descarto volver a realizar la ruta en otra temporada, en otro
momento).
Los antiguos surtidores de las gasolineras ahora
adornan las cafeterías, los bares, los restaurantes, los garajes, las calles y supongo que más de una casa.
Y de tienda en
tienda, de compra en compra, salimos de Williams inmensamente contentos, aunque
podíamos haber pasado todo el día en la ciudad, comiendo y comprando. Salimos
en posesión de un pasaporte para ir sellando en los pueblos de la ruta, una
"turistada" más que nos hace gracia.
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