24 de mayo de 2018

Myanmar - Mingun - Mingun Paya

Pensando a lo grande

Tercer día en la ciudad birmana de Mandalay y de nuevo volvemos a salir de ella; el plan original era tomar un barco para cruzar el río Irrawaddy, acto que nos gustaba mucho por ver la vida en las orillas del río y los paisajes, pero parece ser que el río está algo revuelto, que el viento (muy poco y poco perceptible al ser humano) hace que el barco tenga que ir remontándolo a base de golpes, así que han programado hacer el viaje en coche. En barco el trayecto puede llevar una hora o algo más. 


Aprendo que las ruedas se llenan de nitrógeno, ya que este elemento con el calor se expande y así no se deforman. 


Cruzamos de nuevo el puente de Yadanabon sobre el río Irrawaddy y pasamos junto a la colina de Sagaing, salpicada de estupas blancas y doradas. 



Circulamos junto al río, que no nos parece tan bravo como nos ha contado Myo, pero a lo mejor el barco si sufre esta fuerte corriente en contra y hace que el viaje no sea precisamente placentero. 



Tras aproximadamente hora y media llegamos a Mingun, situada 11 km río arriba desde Mandalay, pero hemos tenido que dar la vuelta en coche por abajo porque no hay posibilidad de hacerlo en línea recta. La localidad tiene una población (aunque diseminada por la zona, que no concentrada) de unos 5.000 habitantes. Por la ciudad antigua se puede caminar por la carretera polvorienta (y así visitar cada uno de los lugares de interés), caminar junto al río, o contratar un carro tirado por bueyes (mucho más rural que el coche de caballos de Inwa).

Pasamos junto a Pondaw Paya, una pequeña pagoda blanca de 5 m de altura, una maqueta de la inacabada y cercana Mingun Paya. Junto a ella se sitúa Settawya Paya, una pagoda igualmente blanca que merece una visita, pero que al final nosotros no paramos en ella (decisiones que se toman en el momento y algo de cabeza desmemoriada). 


Bajamos del coche para caminar un poco hasta llegar a la espectacular y apabullante Mingun Paya o Mingun Pahtodawgyi, la razón principal de haber venido hasta aquí. De esta pagoda solo queda la base de ladrillo del proyecto del rey Bodawpaya, base que es más o menos un tercio de lo que tenía que ser, ya que iba a alcanzar los 150 m de altura (para comparar, la pirámide de Kefrén de El Cairo mide 143.50 m) . 
 
Los lados miden 72 m, y realmente te sientes pequeño y extraño, la misma sensación que tuvimos ante el palacio blanco de Shabrisabz, en Uzbekistán. Hay que dejar que la imaginación nos muestre mentalmente la mole de edificio que se quiso construir con la intención de albergar una reliquia de Buda (tamaño pequeño contra tamaño grande). 


La construcción comenzó en 1790, utilizando mano de obra esclava y prisioneros de guerra, que se escapaban cuando podían por las duras condiciones de trabajo y vida. A Bodawpaya le gustaba supervisar las obras desde una residencia que ordenó construir, y tan obsesionado estaba con esta pagoda, que dejaba las tareas de gobierno desatendidas. En 1819 muere el rey Bodawpaya y las obras se paralizan, tanto por falta de fondos como de mano de obra.

Una profecía vaticinaba que con la finalización de esta pagoda se extinguiría el reino, y se baraja la teoría que posiblemente ante el temor de su realidad se ralentizó su construcción.

El terremoto de 1838 dividió el edificio y derrumbó algunas partes. En el 2012 volvió a sufrir otro terremoto, que la deterioró aún más. Las grietas se pueden ver con claridad. Aún así, la pagoda ostenta el récord Guinness de ser el mayor cúmulo de ladrillos construidos del mundo. 


Hay dinteles en los cuatro lados de la base, pero solo el principal, y el único abierto, es el que está encalado, y a ambos lados hay una campana. 


El interior es un lugar pequeño (dejen salir para poder entrar), por supuesto de mucha altura -así que no sería de extrañar que vivieran murciélagos en él, pero no los vimos-, y alberga una pequeña imagen de Buda (de nuevo resulta curioso la grandiosidad del edificio en contraposición con el tamaño de la imagen). 


Desde el exterior intentamos subir por unas escaleras de ladrillo, porque la teoría es que se podía acceder hasta la terraza de la base por 174 escalones, pero han cerrado la entrada por peligrosidad, y es que esas grietas la verdad es que no parecen nada buenas. 




Teníamos el propósito de intentar la subida, por lo menos hasta que nuestros pies aguantaran el calor ardiente de los ladrillos y el clavarnos piedras y hierbas, o por lo menos hacerlo hasta que viéramos demasiado peligrosa la acción (sí, hay que hacerlo descalzo, es un lugar de culto y como tal hay que respetarlo a pesar de su aspecto). Si el camino hubiera estado abierto habría sido una romería porque muchos subimos hasta la verja y bajamos con algo de decepción en nuestros rostros, y es que las vistas desde la terraza tienen que ser espléndidas. 


Nos conformamos con las vistas desde el punto al que se puede llegar, aunque la frondosa vegetación nos tapa la visión, pero da alegría, mucha alegría. 




La vegetación también se está apoderando de la pagoda en algunas zonas. 


En los alrededores de la pagoda hay moles de ladrillos desprendidos durante los terremotos. 


Me desagradan los “yo estuve aquí” pintados en los ladrillos, pero me agradan los palos de incienso colocados en los huecos. 


Intentamos dar la vuelta a la pagoda, pero es totalmente imposible, los ladrillos nos queman los pies y no hay ninguna sombra donde ponerlos un momento a salvo para continuar la osadía. 



Cruzamos la carretera porque hay una gran bola de piedra que llama poderosamente la atención. 


En el camino, los puestos de venta se suceden unos a otros. 


La gran bola de piedra es lo que queda de uno de los chinthe que protegían la pagoda, por lo que si grande era ella, grande tenían que ser sus guardianes, así que medían 29 m de altura. Alrededor hay trozos de las figuras que se desprenderían durante los terremotos, ya que sus cabezas se han perdido. 



Desde este momento una vendedora nos sigue y no se despega de nosotros, y eso que le hemos dicho que no vamos a comprar nada, a pesar de que ha desplegado todo su español y simpatía (hola, que tal, guapa, luego comprar, no luego comprar…), pero no es cuestión de poner mala cara y espantarla a gritos (como vimos que algunos visitantes hacían, con muchos aspavientos de las manos y caras de asco), así que yo me encargo de ella con toda la tranquilidad del mundo, eso sí, diciendo que no compro para que no haya confusión, que sería mejor dedicarse a otros turistas más dispuestos. 

Al salir de la pagoda hablamos con Myo sobre la posibilidad de volver a Mandalay en barco, asumiendo por supuesto nosotros el gasto, y aunque al principio se encuentra descolocado por la sugerencia dice que lo va a consultar.