28 de abril de 2014

Chile - Santiago - Peluquería Francesa - Restaurante Boulevard Lavaud



El baño de Narnia y la peluquería

En el barrio Yungay por el que estamos paseando, en la esquina de la calle Libertad con la calle Compañía de Jesús se encuentra el edificio de la Peluquería Francesa, que tras varios traslados terminó estableciéndose en este lugar en 1925. 




Es la peluquería más antigua del país, data de 1868, y al seguir en funcionamiento todavía es posible ser afeitado a navaja, con paños calientes, talco y colonia (hemos retrocedido un siglo de repente). La decoración es tal cual era, con un precioso aire retro. Estaba a cargo de tres maestros peluqueros franceses que solían realizar las llamadas “peras napoleónicas”, de moda en aquella época. 




Pero el edificio, de dos pisos, no es solo la bonita peluquería de la planta baja, el resto está ocupado por el restaurante Boulevard Lavaud, que fue creado como un lugar para el entretenimiento en 1999 por Christian Lavaud Oyarzún, nieto del fundador de la peluquería, Èmile Lavaud. Entramos para curiosear, primero para ver la peluquería no sólo desde los cristales del exterior, sino también porque el restaurante continuaba con una interesante decoración y al final decidimos quedarnos a comer aquí, aunque la hora era temprana y había varias alternativas más por la zona, siendo esta una de ellas. 


El restaurante está amueblado y decorado con todo tipo de muebles y objetos antiguos, reciclados para diferentes usos para los que fueron concebido, o simplemente como detalles, como estos secadores de peluquería de señoras, y es que al lado de la peluquería de caballeros se abrió otra para señoras, pero ya no está en funcionamiento. 




Mientras esperamos la comida hacemos un pequeño recorrido por el restaurante, quedándonos asombrados de sus rincones y detalles, a cada cual más simpático o más bonito o raro, aparte de parecer en parte una auténtica chamarilería, eso sí, de postín. 






En este recorrideo por el restaurante recordamos una canción infantil, que se cantaba primero normal y luego en rondas utilizando en cada una de ellas una sola vocal: “Cuando Fernando Séptimo usaba paletó… / Caanda Farnanda Saptama asaba palata…”. 

Y hoy por fin mi curiosidad me lleva a saber que es el paletó, una especie de levita que se solía llevar sobre el frac. 




Elegimos mesa, el restaurante está prácticamente vacío, y lo hacemos por considerar que es un rincón acogedor, al lado de las mesas con los secadores de pie, entre cortinajes rojos que parecen dar más intimidad. La mesa resulta ser una máquina de coser reciclada, que nos parece una idea genial y realmente bonita. 




Y al elegir la mesa lo hacemos al lado del lugar donde todos los comensales intentamos siempre evitar, los baños, pero claro no había una señal que advirtiera que entrando ¡en el armario! accederíamos a ellos. Divertido, genial y muy bien disimulados, aunque ello lleve a esta confusión. Si nos dicen que es el ropero no nos sorprendería, pero ¡el baño!, hay que tomas nota de estas lecciones de camuflaje y así conocemos el baño de Narnia, aunque no nos lleva a un mundo fantástico. 

Ya sabemos qué mesa no volver a elegir, porque hoy al ser temprano y no haber mucho público comensal no fuimos molestados, más bien parecía nuestro salón con baño privado. 





Los salvamanteles, siguiendo la tónica de ser de papel, ofrecen un mapa con las calles y lugares visitables por el barrio; además de satisfacer el estómago y la vista, satisfacen la curiosidad turística. 

De aperitivo, un pebre, más suave que de costumbre, y un paté, también ligero de sabor; acompañados de un rico pancito. 




Para compartir, unos calamares apanados (recordar, apanados es empanados) con salsa mayonesa. Aceptables.




Para él, entrecot de de cordero al ajillo, que estaba tierno y sabroso, acompañado de patatas asadas con pimentón. 




Para ella, pato a la naranja acompañado de patatas rustidas.De aceptable a bien.




Nos sorprende la cantidad, e incluso la calidad, de los platos, ya que cuando uno se encuentra en estos sitios en ocasiones ambas son desmerecidas por el propio lugar o por la afluencia turística, pero afortunadamente no fue el caso, sin llegar a decir que fue una comida espectacular, sí que resultó ser una buena comida. 


Compartimos un surtido de postres, de izquierda a derecha: expreso de chocolate (chocolate bitter y licor de amaretto cubierto con suave mousse de chocolate blanco), dúo de brownies de chocolate, créme brûlée (¿qué fue antes, esta crema francesa o la crema catalana?) y dulce Patria (crema a base de almendras, whisky y especias, que resulta está riquísima a pesar de la nata -otro de los ingredientes culinarios que evito o intento evitar). 




Mientras comíamos pasó un grupo de turistas españoles a cotillear el local, y es que las guías las seguimos al encontrar en ellas lugares curiosos o diferentes, y leer sobre este lugar apetece conocerle. 


Con la cuenta nos entregan un periódico en el que cuentan la historia del lugar, también está la carta del restaurante, personajes famosos chilenos, historias de cocinas, un mapa del barrio y una explicación de alguno de los lugares y monumentos que se pueden conocer en él (una pena no haber dispuesto de esta información con anterioridad porque hay lugares muy interesantes pero esto significaría dar marcha atrás y nosotros tenemos que ir hacia delante). 


En el lugar también se puede desayunar o tomar la merienda o lo que los chilenos llaman las once, y por las noches rematar la velada con cócteles y copas, ¿alguien da más?. 




Lo de tomar las onces es muy curioso, y sobre el origen de la palabra hay varias alternativas: traducción inglesa, o como es más posible, y más pícaro, para tapar la costumbre de los hombres al salir de las salitreras de acompañar la merienda con un trago (o más) de aguardiente... y aguardiente tiene once letras. 
En un local cercano al restaurante y la peluquería hay una tienda de los mismos propietarios, El Antiguo Almacén, donde es posible adquirir mobiliario y objetos de decoración de antaño.