13 de enero de 2016

España - Madrid - Restaurante Hortensio


Colombiano, francés y castizo

Noche de cena, una cena pendiente desde hacía bastante tiempo con una pareja de amigos, que finalmente pudimos cuadrar en nuestras agendas (algunas más complicadas que otras), y lo que era peor, entre nuestros malestares físicos (y psíquicos en consecuencia). Nuestra amiga tenía buenas referencias de un  restaurante, Hortensio, no recién abierto pero sí relativamente joven, que va poco a poco subiendo puestos en las críticas, y sobre todo en los paladares de aquellos que lo prueban. La suerte nos acompañó en esta ocasión al realizar la reserva, y no tuvimos que volver a cuadrar la agenda para encontrar la mesa en cualquier otro día (era más fácil elegir otro restaurante). 


Se trata de un local pequeño, seis o siete mesas, con lo que haber podido hacer la reserva en el día elegido nos pareció un milagro. La decoración es sencilla pero eficaz, con paredes de ladrillo visto, que aunque siempre aportan una sensación de frialdad también lo hacen curiosamente de cierta elegancia algo rústica. La iluminación es tenue, se ve bien la mesa, los platos, los comensales, aunque para el arte de la fotografía con móvil no es la más adecuada, o el móvil no era el adecuado, que también podía ser. 


 Fuente.locc.es

Al mando de los fogones de Hortensio, un chef colombiano, cuya historia es sorprendente, pero que dejamos para el final de la velada, Mario Vallés. 


De aperitivo, una crema espuma de calabaza con aroma de azafrán (eso es lo que creo recordar -siempre digo me llevaré una libreta y apuntaré para no olvidar, pero siempre se me olvida, y el uso de la agenda del móvil no está establecido con fuerza en mi mente, soy más de papel, una retrógrada vamos, cualidad que se compaginó perfectamente con las ganas de una velada sin presiones), ligera y suave, para abrir boca. 


Tras tomar unas copas de vino blanco, del que por supuesto no apunté su nombre, pasamos a degustar un tinto durante la comida, con una elección extraña que resultó ser un acierto, elección que tuvo el beneplácito del agradable y eficaz jefe de sala, Luis González. Se trata de T. Amarela 2013, un vino extremeño de la bodega Envinate, que resultó excelente, cuyo nombre proviene de la uva que procesan. 


No tienen menú degustación, que suele ser lo más fácil para no andar dando vueltas a la carta y sus posibilidades, pero su carta es lo suficiente extensa como justa, con lo que rápidamente entramos en consenso (para la hora de la comida había platos realmente interesantes, pero que si tienen que ser para la cena, pues tendrán que ser). La carta presenta platos cuyo nombre delata su raíz francesa.

Compartimos dos platos, hay que tener en cuenta que algunos comensales estaban algo bajos de salud y no era cuestión de darse un atracón, sino de realizar una cata comedida de la gastronomía del local en una agradable velada de amigos.

Patata y trufa, pulpo y salsa Perigueux. Un pulpo exquisito, tierno, bien limpia (yo con las “babas” de este marino animal no me llevo bien y no tuve que tragar ni expulsar nada del mismo -actos que realizo con sorprendente facilidad cuando algo no me gusta, como los niños-) y de gran sabor, aderezado con una salsa de carne (como les gustan los contrastes mar y montaña a los cocineros) con trufa negra. Empezamos francamente bien, quizás escaso para cuatro mandíbulas muy activas. 


También compartimos un salteado de setas de temporada, donde destacaban los boletus. Muy rico, pero creo que ningún matiz especialmente destacable, un plato bien ejecutado en temporada otoñal, aunque quizás algo justo para cuatro comensales. 


Uno de los comensales de plato principal eligió un Colvert en dos servicios, por lo que durante su primer servicio ella come y los demás miramos, aunque eso sí, nos permitió probar su exquisito plato. Este primer servicio es un magnífico pastela de confit e higos glaseados, que tenía un sabor estupendo, unas texturas magníficas, todos le hicimos la ola al plato, al cocinero y a la elección de la comensal. 

Para la próxima, ¡me lo pido!, bueno no sé, que había varios platos en la carta que apetecen probar y seguramente si volvemos habrá novedades que atraerán nuestra mirada y despertarán nuestra curiosidad.


Como nuestra mesa está junto a la cocina abierta al comedor, aprovechamos para intentar hacer alguna fotografía de ella, en la que el ajetreo era total, un no parar de cocineros trabajando y montando platos. 


El segundo servicio del Colvert es un tartar de magret y salsifí, acompañado de unas pequeñas y redondas tostaditas finas de pan. El salsifí es una planta silvestre, y para este plato se ha utilizado su raíz, con un sabor entre patata y plátano (internet dixit). De nuevo, un exquisito plato, este Colvert es una maravilla. 


Bacalao, berenjena asada y jugo de pimiento rojo. Un bacalao en su punto con los toques de verdura justos para el contraste (y no soy una apasionada del bacalao). El comensal que realizó la elección fue inmensamente feliz con su pez.


Para dos comensales -una de ellos, yo-: rodaballo, pochas con engawa y juego de cerdo. Volvemos al contraste del mar y la carne, y además le damos un toque de legumbre, un plato que ya llama la atención -además por el rodaballo tengo adoración, como por el mero, creo que porque son dos pescados que no suelo comprar ni cocinar-. Curiosa nos resulta la engawa, que no sabíamos que era y que no preguntamos hasta que estuvo en nuestro plato, se trata de la aleta del rodaballo, que estaba bien frita y resultó ser un bocado exquisito, para mí, más que el propio rodaballo (y es que sorpresas te da la cocina, la cocina te da sorpresas -cantando al ritmo de la canción Pedro Navaja). La verdad es que la foto del rodaballo no lo hace nada apetecible, pero las pochas mezcladas con el pescado resultó una combinación adecuada. 



Dos comensales vuelven a compartir, en este caso el postre, un exquisito suflé de turrón, que iba acompañado de un helado del que no recuerdo su componente básico, pero creo que no se trataba de una simple vainilla -simple pero muy buena-. 


Los otros dos comensales son unos glotones (uppps, creo que somos nosotros, fotógrafo y redactora) y cada uno toma su postre. Coulant de chocolate con helado de frambuesa; una alta torre de coulant, que quizás visualmente no sea lo mejor si no tiene la firmeza suficiente y más parece una torre de Pisa que un rascacielos tokiota firme. Uno de los mejores coulant que hemos probado, aunque posteriormente en otro restaurante encontramos uno que le superó. 


Brioche con helado de vainilla, ahora sí, con seguridad helado de vainilla. Rico sin aspavientos, sobre todo porque el suflé de turrón era la estrella en la mesa, a la que había que resistirse para no dejar a sus legítimos propietarios sin él. 


Terminamos la cena con un café y un té (no recuerdo si hubo los clásicos petit fours aunque doy por hecho que sí. Y el detalle final fue que salió el chef, Mario Vallés, para saludar a sus comensales mesa por mesa. Al pasar por la nuestra le aplaudimos sus platos y su elaboración, que lógicamente agradeció, pero cuando volvía para la cocina le llamamos nuevamente la atención, y puede que para algunos sea un despropósito, pero para nosotros fue todo un detalle, simpático y bueno, cogió una silla y se sentó con nosotros para contarnos su historia ante nuestras preguntas. Gracias Mario.

Como buen latinoamericano y colombiano, Mario tiene labia, mucha labia, y así conocemos que él era judoka, que se preparaba para las Olimpiadas de Sydney del 2000, pero una lesión le impidió estar en ellas, lesión de la que se recuperó medianamente para estar presente en las de Atenas de 2004 y en las de Pekín de 2008, donde terminó su carrera deportiva oficial, y tuvo que mirar hacia el futuro, encontrándolo extrañamente en la cocina, para lo que su padre no estaba preparado pero que ha terminado aceptando viendo su felicidad, su profesionalidad y su buen hacer.

Mario estudió en Francia, y se nota en sus platos, y en España ha tenido la suerte de hacerlo con los hermanos Roca entre otros, aunque finalmente su cocina es más tradicional, basada en los buenos productos, y no tanto en la química y en la estupenda retórica gastronómica de moda (la buena claro, porque todos jugamos a ser quimi-chef y no todos podemos serlo con buenos resultados).

Si hay que ponerle un pero al restaurante, sería la ubicación de los servicios (baños), y es que al ser un local pequeño, estos están junto a la cocina, y a todos nos parece una ubicación errónea, sería una pena quitar una mesa pero sería una medida nada económica y más estética.

Es un restaurante al que volver y seguir su desarrollo, porque creo que Mario va a tener un futuro estupendo, y que su cocina va a seguir experimentando y creciendo con buenos y riquísimos resultados. 

El chef Mario Vallés y el feje de sala, Luis González. 


Fuente: gastroactitud.com