La ciudad de Mandalay está situada a unos 650 km al norte de Yangón, y su aeropuerto a
unos 45 km del centro, por lo que tenemos un trecho por
delante para llegar hasta él y hasta el hotel en el que nos alojaremos.
Durante el viaje, nuestro guía Myo nos hace entrega de nuestros segundos
regalos, unas simpáticas gorras, ya que en esta zona al hacer mucho calor
hay que protegerse del sol, el touroperador y Myo en su nombre nos van ganando en detalles. Durante el viaje, vemos pagodas, cruzamos un ancho río (afluente del Irrawaddy) y también vemos algunos puestos de venta al pie de la también ancha carretera.
Mandalay solo
tiene 150 años de antigüedad y fue la última capital del país birmano
antes de la ocupación británica. El rey Mindon Min, penúltimo rey de la dinastía Konbaung,
fundó la ciudad en 1857, ordenando su construcción para trasladar la
capital desde Amarapura, acto que se realiza en 1861. Thibaw Min sucedió a Mindon Min, y en 1885 los
británicos tomaron Mandalay, convirtiendo el palacio real en cuartel
general con el nombre de Fort Dufferin. Luego llegó la independencia, y con la mala gestión de la Junta Militar, Mandalay se encontraba tan aletargada como el resto del país.
Su población es de más de un millón de habitantes, siendo la segunda ciudad más grande de Myanmar; después de Yangón, tomando su nombre de la colina de Mandalay, de 216 m de altura. El nombre de la ciudad deriva de las palabras pali mandala, que significa "una llanura", y mandare, que significa" tierra auspiciosa".
Su población es de más de un millón de habitantes, siendo la segunda ciudad más grande de Myanmar; después de Yangón, tomando su nombre de la colina de Mandalay, de 216 m de altura. El nombre de la ciudad deriva de las palabras pali mandala, que significa "una llanura", y mandare, que significa" tierra auspiciosa".
Las calles tienen un trazado cuadricular y están numeradas de norte a sur (de la decena de los sesenta a los ochenta) y de este a oeste (sólo llegan hasta la decena de los cuarenta); esto favorece la orientación y si fuera menester, el caminar por la ciudad.
Para visitar sus más importantes monumentos así como Amarapura e Inwa (dos ciudades que fueron capitales birmanas) se paga una entrada combinada de 10$; la visita a Mingun se paga aparte.
La
principal diferencia con el tráfico de Yangón, es que aquí no están
prohibidas las motos, y son el principal medio de transporte, y tal como
nos ocurrió en Vietnam nos sorprenden con su capacidad de carga, tanto
de mercancías como de número de personas, aunque nos parecen más comedidos en ambos casos.
En
nuestro camino al hotel, o en el de salida, pasábamos por un templo
en el que había para nosotros una sorprendente imagen de Buda, que está literalmente en los
huesos, recibe el sobrenombre de Skinny Buddha. Además hay un Buda
reclinado que parece un niño, y que en contraposición está más
“regordete”. Muy curioso.
El hotel es el Rupar
Mandalar Resort, que tiene como parte negativa su lejanía del centro,
está realmente apartado, y viendo las calles que conducen hasta él nos
parece inviable el llegar andando como hacíamos en Yangón; otra
desventaja es que lo más típico en esta ciudad es contratar una moto
para transportarnos, aunque poco a poco los taxis van llegando como lo
van haciendo los turistas, pero con la moto no estamos dispuestos, por muy rápido y económico que resulte, aparte de típico. De todas
formas, Mandalay no nos parece a primera vista una ciudad tan atractiva como nos pareció
Yangón a pesar de su deterioro y de su mala fama, pero es que además Mandalay es
mucho más joven y fue destruida durante la Segunda Guerra Mundial
en su mayor parte, por lo que sus monumentos son más recientes o reconstruidos.
Llegamos al hotel porque vamos bien de tiempo como para registrarnos, dejar las maletas y asearnos un poco si así queremos. Tras la zona de recepción un arco de madera con figuras labradas da paso a la zona de piscina.
Llegamos al hotel porque vamos bien de tiempo como para registrarnos, dejar las maletas y asearnos un poco si así queremos. Tras la zona de recepción un arco de madera con figuras labradas da paso a la zona de piscina.
Desde
la zona de piscinas se accede a la habitación, una Premier Suite o
Cattleya, que está ubicada en la planta baja de un edificio de dos
plantas, con una pequeña terraza con dos sillas, que no utilizaremos
porque al atardecer con la llegada de los posibles mosquitos no era el
lugar más recomendable para estar. Disponemos de dos paraguas por si llega la
lluvia, que estamos en temporada.
La habitación es muy amplia pero algo
desangelada, y no es que a mí me gusten los espacios abigarrados en decoración, pero tanta amplitud parecía un defecto de planificación, aunque cierto es que no es estéticamente fea. Al disponer de tanto espacio, las
maletas no molestan, y esto sí se agradece mucho; en el armario hay suficiente espacio para colgar
ropa para las tres noches que pasaremos.
A la entrada un amplio escritorio donde dejar todo nada más llegar, y donde pondremos a cargar las baterías de las cámaras y los móviles.
A la entrada un amplio escritorio donde dejar todo nada más llegar, y donde pondremos a cargar las baterías de las cámaras y los móviles.
Una
cama king size en la que echo en falta la mosquitera, que parece que
tuvo en otro tiempo o por lo menos estuvo planificada, ya que se veía un
gancho para ella en el techo (por las tardes al tiempo que pasaban para
repasar la habitación y abrir la cama, rociaban con insecticida). En un
lateral, un sofá de estilo asiático, que no resultaba especialmente
cómodo para estar sentado, y no había de otra, o aquí o en la cama, por
lo que teniendo espacio suficiente quizás un buen sofá a los pies de la
cama o dos butacas cómodas hubieran sido una buena alternativa (no creo
que quedara sobresaturado el espacio).
Al estar situados en el primer piso con vistas al jardín y ser zona de paso para otras habitaciones, tenemos que tener cuidado en correr las cortinas ya que si no seremos exhibicionistas sin quererlo (lo veremos en alguna habitación); y esto es un pequeño hándicap porque al final te sientes un poco vampiro si hay luz de día, que la pierdes por tener intimidad.
Al estar situados en el primer piso con vistas al jardín y ser zona de paso para otras habitaciones, tenemos que tener cuidado en correr las cortinas ya que si no seremos exhibicionistas sin quererlo (lo veremos en alguna habitación); y esto es un pequeño hándicap porque al final te sientes un poco vampiro si hay luz de día, que la pierdes por tener intimidad.
Al fondo un armario en el que hay dos albornoces y la caja fuerte; frente a él, el baño, que dispone de bañera y ducha.
Los
desayunos (tipo buffet, con buena variedad) y las dos primeras cenas las realizamos en un
comedor al aire libre, que resulta coqueto pero por la mañana algo
caluroso (y eso que era temprano), y por la noche preocupante por los
mosquitos (ya sé, parezco una obsesionada con estos insectos, pero es que hay que tenerles
respeto y más en Asia), sobre todo si te toca una mesa bajo una
bombilla y los ves sobrevolar sobre ti, porque ahora tú eres su buffet.
El buffet de la primera noche fue
espantoso, poca variedad y poca calidad. Me asustaba pensar en las dos
noches siguientes, aunque también había una
carta, que es lo que hubiéramos intentado como alternativa si el nivel continuaba tan bajo.
Afortunadamente la segunda noche hubo más variedad, mejor presentación y
mejor sabor: tiras de ternera con salsa de pimienta blanca, tiras de
ternera con verduras, ensalada de vermicelli, ensalada de judías largas,
arroz frito con verduras, curry de pollo… Descubro la rica sopa de
lentejas birmana, que es más una crema que una sopa, que ya me gustaría a
mí conseguir una con este buen sabor. De postre fruta: melón, sandía y
mango.
La última noche la cena es en
uno de los restaurantes (por lo menos en la publicidad del hotel habla
de varios de ellos, con diferentes especialidades, pero durante nuestra
estancia no estaban operativos, pudiera ser por la escasez de clientes),
y se elige entre un menú birmano, varios menús tailandeses y varios
menús chinos. La ventaja del restaurante es el aire acondicionado,
estamos fresquitos y más a salvo de los mosquitos. Optamos por un
menú birmano y uno tailandés, y así podemos compartir (recuerdo que a los menús
chinos les dimos vueltas pero no nos terminaron de convencer).
Si bien la gastronomía no comenzó con buena mano, finalmente se mantuvo en un nivel más que aceptable, sobre todo si la alternativa era tomar un taxi para ir al centro de la ciudad a cenar, que estaba descartado, y que sólo hubiera sido una opción ante el desastre total culinario.
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