El
baño de Narnia y la peluquería
En el barrio Yungay por el que estamos paseando, en la esquina de la calle Libertad con la
calle Compañía de Jesús se encuentra el edificio de la Peluquería Francesa, que tras varios traslados terminó
estableciéndose en este lugar en 1925.
Es la peluquería más
antigua del país, data de 1868, y al seguir en funcionamiento todavía es posible ser afeitado a
navaja, con paños calientes, talco y colonia (hemos retrocedido un siglo de
repente). La decoración es tal cual era, con un precioso aire retro. Estaba a
cargo de tres maestros peluqueros franceses que solían realizar las llamadas
“peras napoleónicas”, de moda en aquella época.
Pero el edificio, de
dos pisos, no es solo la bonita peluquería de la planta baja, el resto está ocupado
por el restaurante Boulevard Lavaud, que fue
creado como un lugar para el entretenimiento en 1999 por Christian Lavaud
Oyarzún, nieto del fundador de la peluquería, Èmile Lavaud. Entramos para
curiosear, primero para ver la peluquería no sólo desde los cristales del exterior, sino también porque el restaurante continuaba con una interesante decoración y al final decidimos
quedarnos a comer aquí, aunque la hora era temprana y había varias
alternativas más por la zona, siendo esta una de ellas.
El restaurante está
amueblado y decorado con todo tipo de muebles y objetos antiguos, reciclados
para diferentes usos para los que fueron concebido, o simplemente como detalles,
como estos secadores de peluquería de señoras, y es que al lado de la
peluquería de caballeros se abrió otra para señoras, pero ya no está en
funcionamiento.
Mientras esperamos la
comida hacemos un pequeño recorrido por el restaurante, quedándonos asombrados
de sus rincones y detalles, a cada cual más simpático o más bonito o raro, aparte de
parecer en parte una auténtica chamarilería, eso sí, de postín.
En este recorrideo por el restaurante recordamos una
canción infantil, que se cantaba primero normal y luego en rondas utilizando en
cada una de ellas una sola vocal: “Cuando Fernando Séptimo usaba paletó… / Caanda
Farnanda Saptama asaba palata…”.
Y hoy por fin mi curiosidad me lleva a saber que es el paletó, una especie de levita que se solía llevar sobre el frac.
Elegimos mesa, el
restaurante está prácticamente vacío, y lo hacemos por considerar que es un
rincón acogedor, al lado de las mesas con los secadores de pie, entre cortinajes rojos que parecen dar más intimidad. La mesa resulta
ser una máquina de coser reciclada, que nos parece una idea genial y realmente
bonita.
Y al elegir la mesa
lo hacemos al lado del lugar donde todos los comensales intentamos siempre
evitar, los baños, pero claro no había una señal que advirtiera que entrando ¡en
el armario! accederíamos a ellos. Divertido, genial y muy bien disimulados, aunque
ello lleve a esta confusión. Si nos dicen que es el ropero
no nos sorprendería, pero ¡el baño!, hay que tomas nota de estas lecciones de
camuflaje y así conocemos el baño de Narnia, aunque no nos lleva a un mundo fantástico.
Ya sabemos qué mesa no volver a elegir, porque hoy al ser temprano y no haber mucho público comensal no fuimos molestados, más bien parecía nuestro salón con baño privado.
Los salvamanteles,
siguiendo la tónica de ser de papel, ofrecen un mapa con las calles y lugares
visitables por el barrio; además de satisfacer el estómago y la vista,
satisfacen la curiosidad turística.
De aperitivo, un pebre, más suave que de
costumbre, y un paté, también ligero de sabor; acompañados de un rico pancito.
Para compartir, unos
calamares apanados (recordar, apanados es empanados) con salsa mayonesa. Aceptables.
Para él, entrecot de de
cordero al ajillo, que estaba tierno y sabroso, acompañado de patatas asadas con pimentón.
Para ella, pato a la
naranja acompañado de patatas rustidas.De aceptable a bien.
Nos sorprende la
cantidad, e incluso la calidad, de los platos, ya que cuando uno se encuentra
en estos sitios en ocasiones ambas son desmerecidas por el propio lugar o por la afluencia turística, pero
afortunadamente no fue el caso, sin llegar a decir que fue una comida
espectacular, sí que resultó ser una buena comida.
Compartimos un
surtido de postres, de izquierda a derecha: expreso de chocolate (chocolate
bitter y licor de amaretto cubierto con suave mousse de chocolate blanco), dúo
de brownies de chocolate, créme brûlée (¿qué fue antes, esta crema francesa o
la crema catalana?) y dulce Patria (crema a base de almendras, whisky y especias,
que resulta está riquísima a pesar de la nata -otro de los ingredientes culinarios que evito o intento evitar).
Mientras comíamos
pasó un grupo de turistas españoles a cotillear el local, y es que las guías las
seguimos al encontrar en ellas lugares curiosos o diferentes, y leer sobre este lugar apetece conocerle.
Con la cuenta nos
entregan un periódico en el que cuentan la historia del lugar, también está la carta
del restaurante, personajes famosos chilenos, historias de cocinas, un mapa del
barrio y una explicación de alguno de los lugares y monumentos que se pueden
conocer en él (una pena no haber dispuesto de esta información con anterioridad
porque hay lugares muy interesantes pero esto significaría dar marcha atrás y
nosotros tenemos que ir hacia delante).
En el lugar también
se puede desayunar o tomar la merienda o lo que los chilenos llaman las once, y por las noches rematar la
velada con cócteles y copas, ¿alguien da más?.
Lo de tomar las onces es muy curioso, y sobre el origen de la palabra hay varias alternativas: traducción inglesa, o como es más posible, y más pícaro, para tapar la costumbre de los hombres al salir de las salitreras de acompañar la merienda con un trago (o más) de aguardiente... y aguardiente tiene once letras.
En un local cercano
al restaurante y la peluquería hay una tienda de los mismos propietarios, El Antiguo Almacén, donde es posible
adquirir mobiliario y objetos de decoración de antaño.
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