Seguimos caminando a la salida del Bahuon, aunque no llegamos a entrar por las obras, y como compañía tenemos las ruinas y los árboles. En algún momento Alann sube por las piedras y nosotros la seguimos con mucho cuidado para no tener una mala caída y un final de viaje anticipado. Nos sentimos algo aventureros en este paseo, en el que entramos en las ruinas del Recinto Real por esas puertas a punto de caerse que formaban parte de una muralla que lo rodeaba.
Lo único que queda en pie en el Recinto Real es el Phimeneakas, el Palacio Celestial, construido en el siglo X y ampliado posteriormente, que dicen que estaba coronado por una aguja de oro sobre una torre.
Y otra leyenda, que hacía mucho que no teníamos de estas: en la torre vivía una naga de nueve cabezas que adoptó la forma de una mujer para aparecerse ante el rey. Este tuvo que yacer con la naga-mujer ya que si no lo hacía moriría pero al hacerlo el linaje real perduraría (y todo sea por la sangre que perdure).
Subimos por las escaleras, ya que están allí habrá que usarlas, y de nuevo es agradable por las vistas. Alann no sube con nosotros pero nos avisa que tengamos cuidado porque si hay niños arriba, que parece que es normal, se dedican a indicar que mires por allí para ver esto, por allá para ver lo otro y luego exigen propina descaradamente y no se suelen conformar con el "one dollar". Le contesto que la mejor táctica será la de los monos, no ver, no oír, no hablar.
El palacio es una pura ruina, techos de galerías hundidos y desaparecidos, agujeros entre las piedras, con lo hay que tener cuidado en donde se pisa, sobre todo al subir a lo más alto porque faltan piedras y hasta abajo hay una buena caída. Arriba solo hay tres turistas pero ningún niño.
Como Alann nos espera y no hay mucho que descubrir en este palacio no tardamos demasiado en bajar.
El palacio tiene la típica forma de pirámide escalonada, que por supuesto representa al monte Meru, y se puede ver perfectamente, con sus tres niveles y los restos de la torre.
Esto es uno de los buenos momentos que nos deja Angkor, el poder escalar por sus templos y edificios, el sentir las piedras bajo nuestros pies y en nuestra alma.
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