Musas
de altos vuelos
Sábado tontuno, lo que tenía que ser algo de trabajo se convierte en holgazanería, miras en google para encontrar un restaurante que no conozcamos en territorio manchego cercano (que son muchos), y no buscamos nada
en especial, pero encontramos el restaurante Las Musas en Campo de Criptana,
con críticas dispares en internet, pero nos atrevemos a probar, y sobre todo a
encontrar mesa, porque vamos sin reserva, que siempre nos quedará la opción de
un bocadillo en cualquier bar.
El restaurante está
situado en lo más alto del pueblo y llegar andando puede
ser agotador con esas cuestas infinitas (que mayores nos estamos haciendo, solo hace unos pocos años antes ¡cuestas a nosotros!), de paisajes manchegos evocadores y
nostálgicos.
Donde se sitúan los molinos el aire está asegurado para su
funcionamiento, el viento se cuela hasta los huesos si es frío. Llegar
a los molinos es encontrarse con autobuses llenos de turistas, se
pierde la magia de los gigantes y son sencillos molinos, pero estos
turistas son buenos para la localidad y la zona, además de que son para presumir, nada que objetar
(nosotros también somos turistas, por mucho que yo sea manchega de
cepa).
Lo primero es ir al
restaurante por si la fortuna nos acompaña y tenemos mesa, y casi que nos
sentamos en la última, cinco minutos más y no comemos aquí.
La decoración
interior es moderna, nada que ver con la típica manchega, aunque hay detalles
de ella, como las cuerdas enrolladas en las columnas (a modo de gigante serijo manchego) u objetos decorativos. Es un espacio luminoso, claro, y recomendable es pedir mesa en el piso superior, con
vistas al pueblo. No hay fotografías, se nos pasó y además estaba tan llena la
sala que se hubieran visto más comensales que decoración.
Leída la carta, nos
decantamos por el menú degustación, obviando los platos típicos, que quizás es
lo que más nos apetecía (unas buenas migas, unas buenas gachas, un buen
pisto…).
El pan está
riquísimo, para hacerse un bocadillo de chorizo, impregnando la miga con todo
su aceite, o para comerse ese plato de gachas que veníamos buscando.
De aperitivo, un
queso manchego tierno sobre migas de pan tostado y membrillo. Yo que soy más de
queso manchego recio, en aceite y curado, y que el menbrillo solo de refilón en caso de ser necesario, apruebo el pincho, que es muy de la tierra sin las florituras.
Para el que no
conduce (yo), menú maridado, que hay que seguir con la valentía.
Primer plato,
corazones de alcachofa con huevo pochado, jamón de pato y chips de patata. Está
bueno, aunque nos sorprende el dulzor, y es que en la parte de abajo del plato
hay una pasta de cacahuete (eso creemos por su sabor), quizás demasiada, porque al final es el sabor que
predomina con fuerza. Las alcachofas muy buenas, sin hebras ni durezas, muy
tiernas. Acompañado de una cerveza artesanal (medio vaso más o menos), Salvaje
Ja Ja Ja (el nombre ya tiene su propia guasa), elaborada en el cercano Alcázar de San Juan.
Segundo plato, manitas
de cerdo crujientes con berenjenas asadas. Al comensal le gustaron, quizás el
plato que más le gustó, porque yo cambié estas manitas por una simple croqueta
de cocido, con un buen relleno, de intenso sabor, pero que se quedaba algo triste, sobre todo en comparación con las del restaurante Mirasierra en Mogarraz (Salamanca). Le acompaña una copa de
Lambuena roble, nada destacable.
Tercer plato,
brocheta de rape con langostinos y menier de alcaparras, que tenía que ir
acompañado de un Raimat chardonay, que me hacía ilusión porque nunca he probado
un blanco de Raimat, pero en esta ocasión la suerte no estuvo a mi favor porque
se les había agotado y fue cambiado por un Enate chardonnay, que tampoco hemos
catado en su versión de blanco, y que no estuvo malo. El rape muy bien, la salsa muy sabrosa,
sorprendente que el plato de pescado sea un destacado en tierras manchegas, y que no sea un bacalao que es más típico.
Cuarto y último
plato, carrillada al vino tinto con mermelada de pimiento morrón y piña
natural, que seguramente quitando los acompañamientos y dejando la carrillada
en su salsa hubiera resultado más rica, más tradicional pero más rica. Le acompaña
un Sigilo Moravia, de la provincia de Toledo, que no nos gustó nada, porque
estaba gasificado, posiblemente por una fermentación doble, pero no pedimos
cambio de vino, apuré lo que me quedaba del Lambuena (estaba comedida en el beber).
De postre, bizcochona
de arrope con natillas de jengibre, que miedo me daba el arrope por su exceso
de azúcar, pero luego no era tan tremendo, no así las natillas, que sí estaban
pasadas de azúcar. Le acompaña un extraño Mavam Macabeo dulce, elaborado en el
cercano Tomelloso, que me recuerda al licor de melocotón sin alcohol; divertido
para conocer porque parece que hay humo en su interior, pero nada más.
Un café para terminar
la comida, que nos ha sorprendido, no diría que gratamente del todo, pero
tampoco ha sido una decepción (la relación calidad precio está bien); si repetimos lugar posiblemente nos decantemos
por los platos manchegos tradicionales y comprobaremos su cocina sin delirios
de autor o por invocación a las musas.
Tras la comida, un
pequeño paseo junto a los molinos, pero no llegamos hasta el que está
habilitado como Museo de Sara Montiel, al que ya visitamos hace más de veinte
años, y donde los pasajeros de un autobús turístico iban a acercarse en breves momentos, ya que estaban sacando los tickets.
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