Donde la piedra se hace rostro y hace enmudecer
La tarde la dedicaremos a la ciudad fortificada de Angkor Thom, con una superficie de 10 km2 (ya sabéis, a lo grande). Fue construida por el rey Jayavarman VII , el rey más importante de Angkor, entre finales del siglo XII y principios del siglo XIII. Está rodeada por una muro de 8 m de altura y 12 km de perímetro y por un foso de 100 m de ancho, donde se dice que llegó a haber cocodrilos. Angkor Thom significa Gran Ciudad, y cierto que es grande y fue la última capital del Imperio Jemer.
Tiene cinco puertas de entrada, una en cada punto cardinal, con dos en el lado este, la Puerta de la Victoria y la Puerta de los Muertos (en esta puerta se grabó una escena de Tomb Raider). Nosotros utilizaremos la puerta sur, la más utilizada por los turistas.
Para llegar a las puertas se pasa por una calzada a modo de puente sobre el foso.
Sobre la calzada hay 54 estatuas de dioses (cara de buenos) sujetando una naga como barandilla a la izquierda.
Y 54 estatuas de demonios (cara de malos y enfadados) haciendo lo mismo a la derecha.
Todos ellos como en la leyenda del bajorrelieve del Batido del Océano de Leche de Angkor Wat pero separados.
Esto no ha hecho más que comenzar y estamos impresionados de un modo muy especial, y es una pena no tener tiempo para disfrutar y recorrer esta calzada lentamente, paso a paso. Y esta calzada se halla en cada una de las entradas al complejo de Angkor Thom, en mejor o peor estado, ya que como véis muchas de las cabezas son incorporaciones modernas al conjunto.
Se ve el foso a cada lado de la balaustrada aunque no está a plenitud de agua.
Al frente la impresionante puerta, que como en un juego de puzle visual va tomando forma al acercarnos y se comienzan a distinguir más claramente los rostros que la componen en su parte superior.
Estos rostros, uno en cada punto cardinal, pertenecen a Avalokiteshvara, el boddhisattva de la compasión, que todo lo ve y todo lo sabe, que dicen que tiene una semejanza al rey que ordenó la construcción de Angkor Thom, Jayavarman VII (más bien el rey hizo la semejanza).
La puerta tiene una altura de 23 m de altura y realmente pasar por ella es mágico, es una sensación muy especial.
A cada lado de la puerta, a la entrada y a la salida, custodiándola se encuentra Erawan, el elefante de tres cabezas, que al tiempo era la montura del dios Indra.
Nada más pasar la puerta un camino de tierra por delante y sobre todo una banda de monos en busca de comida que los turistas les dan, por supuesto está el vendedor de plátanos aprovechándose de los dos, monos y turistas.
La verdad es que se portaron bien, parece que estaban más asustados que necesitados de comida. Incluso una madre con su bebé se queda algo más rezagada y ofrece una imagen de lo más tierna.
El camino conduce al templo del Bayon, que personifica el ego de Jayavarman VII. Fue construido a mediados del siglo XII, cien años más tarde que Angkor Wat, y está situado en el centro geométrico de la capital jemer. Es 1,5 km que hacemos en el coche, parece que lo de no gastar fuerzas en balde se lo toman muy en serio los guías camboyanos, que rompe un poco la magia del momento con lo que nos concentramos en no perderla.
Desde lejos da la sensación de ser una ruina total, no por las lonas azules de rehabilitación que hay delante, sino las piedras propias del templo.
Agudizando la vista se comienza a intuir su característica especial.
Al entrar la sensación no deja de ser la misma, la de ruina, no queda mucho en pie en la zona de entrada, aunque en las columnas todavía se conservan decoraciones, como un buen grupo de bailarines masculinos, los devadas.
Ocho torres se encuentran uniendo el muro-galería para acceder al primer nivel, donde nuevamente hay bajorrelieves en el interior del muro, de los que nosotros solo vemos la batalla naval entre jemeres y chams.
Y el de los chams vencidos, donde se preparan para la fiesta de celebración.
No tenemos tiempo de deambular por el resto de las galerías para ver más bajorrelieves, pero se ve la diferencia respecto a los de Angkor Wat que eran más elaborados, aunque a estos no les faltan detalles.
Subimos las escaleras que conducen a los dos niveles siguientes, el templo más de cerca ya no parece tan puzzle y los rostros comienzan a distinguirse mejor.
Entrar por estas torres-puerta al templo bajo la atenta mirada de Jayavarman es una experiencia única y misteriosa.
Cada vez que vamos cruzando muros-galerías
y ascendemos por los niveles, las caras son más nítidas y cercanas.
Desde arriba se distinguen los montones de piedras caídas del templo y el trabajo inmenso que tienen por delante los restauradores.
Se llega al tercer nivel y se nos cae la baba, se nos abren los ojos, y lo que afortunadamente contemplamos va más allá de las palabras, es pura magia, es piedra hecha belleza, es una maravilla. Recordando y viendo las fotos se me vuelven a erizar los pelos.
En el templo hay 54 torres, decorada cada una con cuatro caras de Avalokiteshavara, en total 216 rostros mirándote a cada momento. Cada una de estas caras representan la amabilidad, la simpatía, la compasión y la ecuanimidad, los cuatro pilares de la filosofía budista…y dan ganas de tocarlos y sentirlos (ya sé que es poco respetuoso pero estas caras son un imán).
El tercer nivel no es cuadrado sino que es redondo, aunque más bien zigzaguea con una barandilla de nagas, a las que por supuesto les faltan las cabezas; esta forma zigzagueante también le da un encanto diferente y especial, por si ya con las caras no tuviera bastante. En el centro la torre del santuario.
Hay un punto Kodak que tiene cola para hacerse la foto típica, así que la buena de Alann nos lleva a otro, que aunque el encuadre no es tan bueno por lo menos no hay que esperar un rato largo, porque en este templo como en Angkor hay bastante gente, todos con caras alucinadas y con sonrisas permanentes, parecemos embrujados o el reflejo de Avalokiteshavara hecho carne. No salió del todo bien pero por lo menos mi face to face con el rey.
A cada paso un nuevo rostro, que es el mismo, y una sensación para la que no tengo palabras, hay que estar allí para sentirla y para sentir la mirada de las piedras. Con estos rostros se pretendía dar la sensación de poder y control con dosis de humanidad, una mezcla más que suficiente para dominar el vasto imperio de los jemeres.
En sus paredes figuras de apsaras, nunca pueden faltar.
Que de repente se hacen realidad (más o menos)
Al santuario se puede entrar pero no hay nada en él, aparte del incensario y de tener la sensación de casi entrar en esas caras.
Con tristeza bajamos, vamos dejando atrás el enigma del templo, al que algún año volveremos para verlo al amanecer o al atardecer, cuando el sol ilumine o apague esas caras una por una, que tiene que ser un espectáculo único. Si Angkor Wat nos impactó en su belleza y grandeza, el Bayon va más allá, es otro templo que deja una huella muy especial y se puede estar paseando continuamente por el tercer nivel y descubrir nuevos ángulos, más miradas, más magia, más de todo.
La magia existe y Angkor nos está enseñando donde se halla.
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