En la ruta de las caravanas
A las 8.30 h de la mañana salimos de la bella Khiva, con una mezcla de alegría y tristeza, alegría porque la ciudad nos ha enseñado su inmenso poder arquitectónico y cultural -reflejo de su poder político-, y tristeza, porque nos encantaban los paseos al atardecer y en la noche, era nuestro bálsamo relajante. El viaje lo haremos por carretera, aunque nuestro transporte es mucho más afortunado que el de la fotografía.
En los primeros momentos del camino vamos viendo los monumentos en las rotondas, o los arcos de entrada a parques, ambos ya se nos van haciendo familiares.
No faltan los puestos de melones y sandías, aunque no son tan frecuentes como en el viaje de Tashkent al valle de Ferganá y viceversa.
Atravesaremos el desierto de Kyzyllum, por donde circulaban las caravanas de la Ruta de la Seda, y donde antes había camellos ahora hay contenedores o depósitos abandonados o sencillamente oxidados.
La primera parada la hacemos en una estación de servicio, con instalaciones hoteleras y un restaurante, el oasis moderno en Uzbekistán.
La segunda parada es paisajística, ante nuestros ojos, el extenso río Amu Darya.
En sus aguas algunos pescadores, aunque nosotros peces no hemos tenido la suerte (a lo mejor ha sido una bendición estomacal) de tener en nuestras mesas.
Durante el viaje lo que más se ve por supuesto no es agua, es arena, de la que terminas rebozada con toda seguridad si caminas sobre ella o junto a ella.
La tercera parada es de avituallamiento, otro oasis en esta línea recta de carretera. Algunos grupos ya están en las mesas dispuestos a comer, mesas en las que destacan los coloridos manteles con los dibujos típicos uzbecos.
Hoy nos toca picnic para comer, es decir, ¡sorpresa!, picnic que ha salido junto a nosotros de Khiva, supongo que preparado en el hotel.
No recuerdo claramente su contenido, ni su sabor: dos bocadillos de queso, una empanadilla de no sé qué, un pan uzbeco con otra cosa que no recuerdo, y otra cosa que tampoco recuerdo; lo único claro es el huevo duro y las manzanas de postre. Queda claro que comer no comí mucho.
Para beber, aparte de agua, que no puede faltar nunca, cerveza rusa, que servimos en unos divertidos vasos.
Oyott, supongo que también curtido por otros turistas anteriores que se quedarán contrariados con el picnic, además de su propio hambre, nos ofrece pedir unos pinchos de carne, y aceptamos, estos pinchos ya van formando parte de nuestra dieta con las berenjenas, los pimientos, los tomates… Eso sí, los pinchos bien pasaditos por favor, que las bacterias así se consumen.
Las necesidades físicas obligan y hacemos uso de los baños, ¡que risas!, porque en ellos me encuentro con un trío de británicas cuyas caras de asombro y asco eran un auténtico poema, y es que aquello era indefinible, mejor era aliviarse en el desierto que en este lugar. Una de ellas lleva el papel higiénico que me ofrecen amablemente, y otra de ellas sale del habitáculo con los pantalones bajados para no tener que permanecer mucho rato en él… y es que mejor utilizarlos antes de comer que después de comer, porque puedes terminar expulsando por todos los orificios posibles del cuerpo. Eso sí, no llegaron a tanto como los de las parada en el bonito restaurante donde hicimos un divertido picnic de montaña, que fui incapaz de utilizar -o mis necesidades eran mayores-. Por lo menos, estos baños están señalizados de forma simpática, y yo poco a poco voy haciéndome inmune al olor y el abandono higiénico de estos lugares.
Continuamos el viaje por el desierto, donde en lugar de camellos vemos un burro.
Tras 550 km y unas siete horas de viaje, menos de las que había programadas, que eran ocho o nueve, llegamos a Bukhara.
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