Un paseo de toma de contacto
Hemos terminado las
excursiones del día, que no han sido pocas y además increíbles, una isla
pequeña con grandes rincones y lugares: Ahu Akahanga, el volcán Rano Raraku,
Ahu Tongariki, Te Pito Kura - Te Pito Te Henua y la playa de Anakena con Ahu Nau Nau y Ahu Ature Huki.
Como nos quedan
fuerzas, hacemos un intento, aún a sabiendas que la tarde ha sido oscura y
llena de nubes, con lo que atardecer nuevamente no tendremos como nos paso la
noche anterior, pero nos vamos desde el hotel, sin hacer
hoy una parada refrescante y contemplativa, hacia el océano, por el camino que la noche anterior
la amable Valeria nos había explicado.
En un cruce de
caminos, aparte de la orientación, que en mi caso suele ser nula y para eso
estoy acompañada del GPS humano de mi marido, no hay pérdida posible.
Nuestro destino, el
océano, y lo que hay en el acantilado que da al mismo.
El ceibo, como en el
cráter-laguna de Rano Raraku nos vuelve a alegrar la vista y el camino con
sus bonitas flores rojas.
El camino conduce
hasta el moái Hanga Kio’e (mirar mapa), erigido
sobre su ahu, al que vemos desde la terraza del hotel.
De perfil el moái
parece otro, de repente se ha estilizado la figura e incluso no parece tan deteriorado.
A la derecha de Hanga Kio'e hay otro
ahu pero decir que sobre él hay otro moái sería mucho decir.
Decidimos seguir
caminando por el paseo de la costa, dejando atrás Hanga Kio’e, algo más atrás
el Ahu Tahai, y a lo lejos el pueblo de Hanga Roa.
Tenemos un destino en
mente pero según vamos andando las dudas nos asaltan, además no llevamos un objeto de utilidad para conocerle bien, aún así continuamos
durante un buen trecho, en el que nos topamos con una manada de caballos, que
no eran salvajes, y disfrutamos de las bonitas vistas hacia el mar.
No había gente en el camino a la que preguntar, así que en las dos ocasiones que vimos pasar un coche yo me
acercaba haciendo señas para que pararan, en las dos ocasiones nos dijeron que
aún nos quedaba un buen trecho por delante, que nos podría llevar casi una
hora, con lo que finalmente decidimos parar, y es que lo que parece cerca a los
ojos luego realmente no lo es para los pies. Queríamos llegar hasta el último
promontorio rocoso que se ve en la fotografía, los islotes Motu Tautara, aunque en este momento no lo
sabíamos con seguridad, teníamos dudas de que fuera más cercano o incluso más
lejano.
Llegar hubiéramos
llegado, pero seguramente no hubiéramos podido ver nada, y lo que es peor, por
este camino sin luz y con tan poco tránsito hubiera sido no ya difícil volver,
sino imposible, sólo dando fogonazos de flash con la cámara de fotos. Nuestro destino era la cueva de Ana Kakenga, a la que llegamos el día siguiente.
Volvemos hacia atrás
pensando (tontamente ilusionada en mi caso) en una posible puesta de sol sobre
los moái, y hubiéramos acelerado el paso para llegar a tiempo, pero el sol se
escondía entre las nubes oscuras y no había ninguna puesta de sol ni ninguna
razón para correr más de la cuenta.
En el hotel, y tras
una rápida compostura personal, primero intentamos ver la posibilidad (que ya sabemos que es imposible) de hacer el dichoso check-in del avión por internet, pero nada, para LAN no existimos, así que el día 8 que volaremos a Santiago veremos si volamos o nos quedamos en la isla maravillosa (sinceramente, quedarnos no nos importaba demasiado); y en segundo lugar vamos a cenar, con la sorpresa que el fuego de la terraza al lado del restaurante
está encendido; a estas horas la temperatura baja, y si durante el día hemos
estado con camiseta de manga corta o una camisa de manga larga fina, por la
noche hay que tirar de polar y algún comensal incluso de plumas.
Me olvido del pisco sour y
directamente tomamos vino, Quatro de Bodegas Montgras, del Valle de Colchagua.
Se trata de una mezcla de uvas cabernet sauvignon, carménère, malbec y syrah,
que no nos disgustó pero no terminó de convencernos.
Decidimos pedir dos
platos para compartir, una ensalada caprese con dressing al oliva crocante. Fresco y sabroso.
Y una tabla de tapas:
mediterránea (con jamón serrano), thai (con pollo a la plancha, que según la
carta tenía que haber sido apanado o empanado) y asiática (con atún, soja y
aceite de sésamo –el atún fue cambiado por otro pez, creo que por uno que utilizan mucho en la isla, la tilapia-). El acompañamiento eran
chips de verduras, calabacín, taro (tubérculo parecido a la yuca) y camote
(batata de color morado). Muy rico.
Hambre no pasamos aunque pueda parecer poca cantidad para compartir, pero yo en este viaje me comporté de forma razonable en la cantidad de alimentos ingeridos en cada comida, o por lo menos lo intenté.
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