¡Iorana!
Nuestro primer paso por Santiago ha sido corto, un día, pero intenso, hoy volamos a uno de esos
destinos cargados de misterio, de magia, la isla de Pascua, y lo hacemos
temprano, el vuelo es a las 8.15 de la mañana. En el hotel a la horas
que despertaremos no estará abierto el servicio de desayuno, con lo que
amablemente nos ofrecen dejarnos una bolsa con algo preparado para tomar en el
aeropuerto, pero declinamos la oferta, ya bastante cargados vamos con nuestras
maletas y bolsos como para tener que llevar un bulto más.
Luis nos recoge a las
5.45 de la mañana, comenzamos uno de esos viajes de madrugones, que
afortunadamente siempre serán recompensados. El aeropuerto de Santiago a estas
horas, 6.45-7 h, ya es un caos de tráfico, coches y coches llegando, y cientos de personas
acarreando sus maletas.
Tras facturar las
maletas nos dirigimos hacia el control del equipaje de mano, que tiene una
considerable cola, eso sí, bastante ordenada, y una vez pasado buscamos la
puerta de embarque.
En las salas de
espera hay un detalle simpático y bien pensado, una casita de juegos para los
niños, que si para los mayores estas esperas son un suplicio, para los niños es
un soberano aburrimiento, y eso que con los teléfonos, las tablets y demás
artilugios informáticos estas instalaciones del pasado pueden pasar a ser
prehistóricas e inútiles. Eso sí, con mucha afluencia de niños puede producirse un overbooking.
Esperamos que terminen de acondicionar el avión, cargar maletas y avituallamiento, una de esas limpiezas rápidas que suelen hacer, con las que luego te encuentras cacahuetes del anterior pasajero o del anterior al anterior...a lo mejor si el avión ha pernoctado en el aeropuerto la limpieza ha sido más exhaustiva.
A su hora comenzamos
el vuelo, lo hacemos sobre la extensa urbe de Santiago, protegida por la
maravillosa cordillera nevada de los Andes y semitapada por su capa de
contaminación, que a pesar de su efecto nocivo para la salud y para lo visual, no consigue que no nos guste lo que vemos.
Santiago se ubica
entre dos cordilleras, la mencionada de los Andes, y la de la Costa, lo que
hace que sus alrededores sean fértiles valles de infinito verde y cultivos, muchos de ellos viñedos.
Alcanzamos aéreamente la
costa del océano Pacífico, y pienso en esas ciudades que no conoceremos, tendrá
que ser en otra ocasión.
Cuando reservamos los
vuelos nos encontramos con la agradable sorpresa que Iberia tenía una buena
“oferta” Madrid-Santiago-Isla de Pascua, con lo que este vuelo también lo
hacemos en business. Iberia decidió por nosotros por
donde comenzaríamos nuestro tour chileno, aunque a viaje pasado, ya adelanto
que si es posible se termine en esta isla, merece la pena y mucho, por todo lo que ofrece en el aspecto cultural, paisajístico e incluso espiritual.
Volamos sobre las
nubes y sobre el Pacífico, realmente pacífico y tranquilo se ve desde
aquí arriba.
Yo decido que ya que
tengo la posibilidad de tumbarme la aprovecharé, por lo menos descansaré más y
mejor, que ya vendrán los vuelos “encajonados”. Algo de música y lectura para
pasar las horas, casi seis horas.
¡¡Tierra!! ¡¡Tierra!!
¡¡La Isla de Pascua!! Se encoge mi estómago y se expande mi corazón, ¿será
posible que estemos aquí realmente? ¿no es un feliz sueño?
El avión se aproxima
y vemos la única ciudad en la isla, su capital, Hanga Roa (mirar mapa), situada al suroeste. El horario en la isla tiene una diferencia horaria con Chile continental de dos horas, que hay que restar en el reloj.
La pista de
aterrizaje tiene 3 km de longitud y se construyó –ampliando la ya existente- para
las misiones espaciales de la NASA, algunos dicen que el motivo fue que los norteamericanos saben
que aquí hay una ventana electromagnética, un portal a otras dimensiones...
ninoninoninonino…
En el aeropuerto de Mataveri, que significa “ojos bonitos”, hay un recibimiento especial, y es que uno de los
comandantes ha realizado su último vuelo, por eso había decoración de fiesta en
el avión, tiras a modo de serpentinas y globos, pero este chorro de agua nos
hace sentir a todos más especiales de lo que algunos ya nos sentíamos.
Aterrizamos y el
recibimiento al comandante sigue a pie de pista, que el pasaje se lo sigue tomando
a título personal, entre risas e inmensamente sorprendidos y felices.
Es curioso,
tremendamente curioso, cómo según vamos bajando del avión, y al hacerlo
directamente a la pista, todos nos quedamos allí curioseando, haciendo fotos, y
en ningún momento nadie nos llama la atención ni nos apremia para salir de
ella. Tranquilidad, hemos llegado a la isla de la tranquilidad y la paz. Cierto
es que la afluencia de vuelos lo permite, otra cosa sería si llegaran y
salieran aviones continuamente.
Tras nuestro rato de
disfrute viendo a las bailarinas, y en vista de que el comandante tarda en
salir, decidimos entrar a las instalaciones del aeropuerto, con su cartel de
bienvenida, ¡Iorana! ¡Hola!, saludo que nos recuerda al ¡Kia Ora! de Nueva
Zelanda, con lo que la versión de los polinesios colonizando la isla de Pascua
se asienta algo más en nuestras cabezas. Los dibujos y símbolos en la parte inferior corresponden a la escritura rapanui, el rongo rongo.
La, y digo bien, la,
porque es la única, cinta de equipajes es la más corta que hemos visto hasta el
momento en algún aeropuerto, pero no hace falta hacer más ni más extensa porque de momento solo hay dos vuelos a la isla, uno de llegada y otro de salida (eso creo, a lo mejor en verano hay algo más de tráfico).
Recogemos nuestras maletas,
y entre risas comentamos que sólo nos hubiera faltado entrar en la bodega a
buscarlas nosotros mismos. A la salida hay mucha información para conocer la
isla, para contratar excursiones, para alquilar un coche, o directamente para contratar el hotel si se llega sin él (no sería recomendable hacerlo en fechas señaladas). Además hay personas que ofrecen entradas al Parque
Nacional, ya que dos de los lugares que se visitan necesitan de esta entrada,
cuyo coste es de 60$ USA.
Nuestro transporte al
hotel nos espera y nos recibe con un collar de flores y hojas, hojas que nos parecen sintéticas,
pero realmente son naturales, que luego las tocamos en sus plantas en la iglesia de Hanga Roa y su
tacto era así. Vamos en un
servicio regular y no privado, lo que implica esperar a todos los pasajeros,
pero lo hacemos completamente felices y sin nervios, tenemos tiempo por delante
para comenzar a disfrutar de la isla.
El aeropuerto de
Mataveri está pegado a la ciudad de Hanga Roa, literalmente pegado, con lo que
pasamos por algunas de sus calles en el traslado al hotel.
Paramos en algunos
hoteles para dejar pasajeros, y este precisamente nos encanta por su
construcción en madera.
Desde la minivan
vemos nuestros primeros moái, ¡ay!, la emoción es máxima y la calidad de la
foto mínima, se encuentran en la caleta de Hanga Roa.
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